Vistas de página en total

viernes, 19 de septiembre de 2008

ESE HOMBRE


El jefe de Redacción de NOTICIAS es el periodista que más veces lo entrevistó. A diez años del suicidio del empresario, cuenta por primera vez el detrás de escena de sus tres inquietantes encuentros.


Por Gustavo González


La primera vez que escuché el apellido Yabrán hacía un año que trabajaba como redactor jefe de NOTICIAS. Era septiembre de 1991, la Argentina era convertible y el menemismo proveía cada semana un show de personajes polémicos y fascinantes sobre los cuales escribir.
“¿Por qué no investigamos a Alfredo Yabrán?”, me preguntó Alfredo Gutiérrez, un cronista que hacía pocas semanas había llegado a la redacción. Gutiérrez hoy trabaja en Clarín y es uno de los periodistas parlamentarios más experimentados, pero entonces apenas había tenido un breve paso por el diario El Cronista Comercial. Allí escribió algo sobre ese hombre y ahora insistía con retomar el tema.
Pero quién era Yabrán. Qué tan interesante podía resultar la historia de alguien cuyo apellido nadie conocía. ¿Nadie conocía?
Acepté la propuesta de Gutiérrez porque no tenía nada más interesante entre manos y también por su insistencia: nunca se sabe adónde puede llevar la obstinación de un periodista.
Al día siguiente me entregó un primer informe tan incompleto como desalentador (y yo que me dejé tentar por su obstinación). Apenas mencionaba que Yabrán era dueño de OCASA, una firma de correo y clearing bancario, y que en poco tiempo había logrado cierto posicionamiento en el mercado. El resto eran números del negocio y los nombres de algunos de sus clientes.
– ¿Y dónde está lo interesante?–, le pregunté desilusionado a Gutiérrez.
– Lo interesante es lo que no escribí ahí.
Lo que sabía y no escribió era poco, pero sonó tentador. Me lo dijo así: “Cómo puede ser que a un tipo casi desconocido le tengan miedo tantas personas con tanto poder: funcionarios, legisladores, militares y obispos; y que sus competidores lo odien pero ninguno se atreva a hablar de él”.
O sea: no sabíamos nada del tal Yabrán. Ni siquiera teníamos una triste denuncia anónima. La única información cierta era demasiado incierta, pero resultaba suficiente para comenzar: algo importante debía esconderse detrás de tanto temor.
Lo que no supimos entonces fue que ese miedo pronto lo sentiríamos nosotros también.
Los primeros disparos. Tres días y veinte llamadas después confirmaríamos las presunciones: silencio y pánico generalizado. En las oficinas de la calle Carlos Pellegrini, sede de OCASA, atendían con evasivas varias, desde que “el señor Alfredo no viene por acá”, hasta “no sé de quién me está hablando”. Los archivos de los medios tampoco aportaban demasiado. La nota de Gutiérrez en El Cronista y algunos apuntes aislados sobre OCASA, ninguno de los cuales mencionaba a Yabrán. Ni hablar de una foto suya.
Al terminar la primera semana de precarios resultados, me encontré frente al dilema de seguir gastando tiempo y recursos para averiguar sobre ese hombre, o cerrar la investigación hasta que la actualidad nos proveyera de información concreta sobre él.
Decidimos darnos una semana más e incorporar a la investigación a otro joven cronista, Fernando Amato. Le pedí que fuera a OCASA y que averiguara adónde vivía Yabrán. Gutiérrez y un fotógrafo viajaron a Entre Ríos para bucear en los orígenes familiares. Y yo me dediqué a recorrer los pasillos de la Casa Rosada y del Congreso en busca de una pista salvadora.
Por fin, los resultados pronto empezarían a aparecer. Y no serían tranquilizadores.
Amato descubrió que en el mismo edificio de OCASA había otras empresas que incluían en su directorio a las mismas personas que aparecían en la única firma reconocida por Yabrán. Y también halló su casa. No era una casa más. Era una de las mansiones más impresionantes de la Argentina, ubicada en la localidad bonaerense de Acassuso sobre un terreno amurallado de más de 16.000 m2. Costaba 8 millones de dólares. Torres con garitas de vigilancia se levantaban sobre todo el perímetro. Y hombres de civil armados espiaban hacia afuera como si esperaran la llegada de un ejército invasor.
Pero ese día, el que llegó a sus puertas fue un minipelotón integrado por Amato y el fotógrafo Marcelo Lombardi. Iban armados con un grabador y una cámara, sin otro poder de fuego que el que se pudiera sanar con un par de explicaciones. Amato tocó el timbre una vez, dos. A la tercera, apareció un custodio que le gritó que se fuera. El cronista insistió en que sólo quería hablar con el dueño de casa o con algún vocero que lo pudiera atender. Lo atendieron desde una de las garitas, con varios disparos. La escena parecía extraída de los años negros de la última dictadura, pero era 1991 y Amato no alcanzaba a entender lo que pasaba. Recién lo comprendió cuando una de las balas le pasó muy cerca de donde nacen las ideas, y se fue corriendo con su compañero. No paró hasta la comisaría del barrio. Allí descubrió que para aquellos policías Yabrán era simplemente “don Alfredo” y que ninguna denuncia en su contra iba a prosperar.
Desde Larroque, provincia de Entre Ríos, Gutiérrez me contaba que a Yabrán en su pueblo natal le decían “Papá Noel”, porque algunos fines de año se había aparecido con regalos para todos. Y nadie estaba muy dispuesto a contarle a un periodista la historia de aquel hijo pródigo.
Por mi parte, fui encontrando funcionarios y legisladores que habían tenido relación con él. Eran alfonsinistas y menemistas. Los primeros, por haberlo tratado durante la presidencia de Raúl Alfonsín. Los segundos, por conocerlo de negocios recientes. Uno de ellos me dijo: “Les aconsejo que tengan cuidado con ese hombre, yo lo conocí bien, aunque hace tiempo que no lo veo”. Más que una amenaza, me pareció una sincera recomendación.
Los primeros avances. Antes de que le contara en qué gastábamos tantos recursos de la editorial, la entonces directora de NOTICIAS, Teresa Pacitti, me atajó un día: “¿Quién es ese Yabrán? Me están llamando de todos lados para frenar una nota que no sabía que existía”. Le expliqué de qué se trataba, y reaccionó igual que yo: “Si despierta tanto miedo, me parece bien averiguar por qué. Sigan”.
Con el paso de los días, la madeja comenzaba a desenredarse. Aparecían las primeras víctimas empresarias de ese hombre, que denunciaban aprietes físicos para convencerlos de que le vendieran sus firmas. Poco a poco se fue desentrañando la arquitectura financiera que demostraba que el dueño de OCASA también era dueño de muchas más empresas, y que tenía contactos históricos con las Fuerzas Armadas y con el poder político.
En el Congreso, aparecieron tres pedidos de informes oportunamente cajoneados que pedían respuestas sobre la empresa que controlaba los depósitos del aeropuerto de Ezeiza, sobre lavado de dólares, contrabando y tráfico de drogas. En los tres pedidos se repetía el apellido Yabrán. Sin embargo –extraño en estos casos–, los tres legisladores que hicieron los pedidos se mostraron reacios a hablar. Uno de esos diputados era el liberal Federico Zamora, que lo explicó sin vueltas: “Un tipo que se hizo pasar por periodista entró en mi despacho y dijo que me cuidara, porque todos los que se metieron con ese hombre habían sufrido algún accidente”.
Dos semanas después de iniciada la investigación, entró en escena el estudio de abogados Fontán Balestra. Nos hizo saber que desde ese momento se encargarían de “los asuntos penales que pudieran tener como damnificado a Yabrán”, en un curioso juego de anticipación jurídica. Los numerosos encuentros con uno de esos abogados, Pablo Argibay Molina, eran tan retorcidos como desopilantes. Entre tanto clima enrarecido, su estilo amigable y campechano aportaba una cuota tranquilizadora de racionalidad. Pero después de horas de preguntas y repreguntas, cuando veía que en nuestra investigación se iban sumando las evidencias sobre lo que empezaba a revelarse como un imperio económico manejado por un fantasma, bajaba la guardia: “Dale, déjense de jorobar”.
La historia comenzaba a cerrar. A través de testaferros o en forma directa, fuimos descubriendo que Alfredo Yabrán era dueño de, al menos, una veintena de empresas vinculadas a áreas tan disímiles como agricultura, ganadería, transporte de mercadería, depósitos fiscales, seguridad, free shop, correo privado, inmobiliaria y clearing bancario. También supimos que entre su ejército privado se contaban algunos de los peores represores de la dictadura, como Adolfo Donda Tigel, tío de la actual legisladora kirchnerista hija de desaparecidos.
La directora de la revista había optado por no responder más los llamados de los supuestos intermediarios. Antes, el líder del radicalismo parlamentario, César Jaroslavsy, alcanzó a explicarle su inquietud y la del propio ex presidente Alfonsín. Un vocero informal de la Iglesia católica llamó para transmitir el agradecimiento de la cúpula eclesiástica hacia “un buen samaritano” llamado “don Alfredo”. Los funcionarios menemistas, primero festejaban (“Va a quedar pegado todo el radicalismo”), hasta que las informaciones los empezaron a salpicar a ellos también.
Por fin, una tarde me llamó Argibay Molina con una novedad inquietante: “Yabrán quiere verte”. Cuando fui a avisarle a Teresa Pacitti, vi que era ella la que venía hacia mí: “Me llamó el diputado radical Roberto Sanmartino diciendo que Yabrán quiere verme”. Eramos dos.
El primer encuentro. Al igual que los siguientes, la primera fue una cita a ciegas. Sanmartino nos pasó a buscar por la redacción. Mientras salíamos, le preguntamos adónde íbamos. “Cerca”, nos respondió tajante cuando subíamos a un auto que lo esperaba estacionado. En el camino, le preguntamos qué hacía un legislador haciendo de intermediario de un empresario. “Lo conozco de Córdoba”, explicó, como si la sola mención de esa provincia alcanzara para revelar el misterio.
Diez minutos después ingresamos en un edificio de la calle Venezuela, a metros de Entre Ríos, en el barrio de Congreso. Tras caminar por un pasillo con imágenes religiosas colgadas de la pared, nos encontramos con un hombre canoso sentado delante de una bandera del Vaticano. Era Alfredo Enrique Nallib Yabrán y tenía 47 años.
A la distancia, se puede decir que había algo gracioso en la situación. Teresa y yo exudábamos tanta curiosidad como temor. Pero a él se lo veía casi tan temeroso como nosotros. Quería ser simpático, pero era cortante cada vez que le reclamamos por un reportaje abierto con fotos incluidas.
Sin grabador, empezamos a preguntar sobre todo. Él sonreía y contestaba, pero cada vez se lo veía más molesto, incómodo, era la primera vez que tenía que responder por su vida, su crecimiento económico y sus contactos con el poder político. Se mostraba como un empresario mediano que ganaba 4 millones de dólares “limpios” por año y que estaba en la mira de intereses más fuertes que él, desde el menemismo hasta internas de la Fuerza Aérea.
Si no fuera que nuestra investigación nos indicaba lo contrario, su sonrisa y sus modos amables daban ganas de creerle. Nos acompañó hasta la salida y nos despidió con una última sonrisa: “Y olvídense de conseguir una foto mía, ni el Estado la tiene”.
En el viaje de regreso a NOTICIAS, casi no hablamos. Nos costaba asumir que habíamos visto a uno de los hombres más enigmáticos de la Argentina oculta. Y mucho más, que lo habíamos hecho en dependencias que la Iglesia aún posee y llevados allí por un legislador argentino. Antes de entrar en la redacción, Teresa me dijo: “Gustavo, yo ya había estado en ese lugar, ahí le hice una entrevista al cardenal Raúl Primatesta. No lo puedo creer”.
Lo único que faltaba era contarle a los lectores lo que sabíamos y, lo que parecía más difícil, mostrarles la cara de ese hombre.
Las primeras fotos. Como si la película necesitara que todos los cabos sueltos comenzaran a cerrarse hacia el final, un día me llamó Gutiérrez con la emoción que suelen tener los periodistas obstinados cuando logran su objetivo: “Tengo todo, todo, su historia familiar, sus comienzos, los campos que tiene por acá, todo… y unas fotos espectaculares de cuando se recibió a los 17 y de cuando volvió hace unos años a festejar con sus ex compañeros”.
Había pasado casi un mes desde que escuché por primera vez el apellido de ese hombre desconocido. Y ahora me parecía imposible que los medios no informaran una palabra sobre su poder económico, su influencia política y las sospechas de un crecimiento patrimonial hecho a fuerza de aprietes y sobornos. En ese mes, nos cruzamos con colegas que aseguraban que en sus redacciones estaba prohibido mencionarlo. No era una prohibición explícita, sólo que por algún motivo las notas que llevaban su apellido jamás prosperaban.
Finalmente, la investigación salió publicada en la edición del 13 de octubre de 1991. Además de los tres periodistas y del fotógrafo Lombardi, intervinieron los fotógrafos Eduardo Lerke, Carlos Remón e Ignacio Corvalán. Le pedí a Teresa que nuestra larga investigación fuera la tapa de ese número, pero ella no quiso: “Todavía no es un personaje conocido. Pero ya lo va a ser”. Tenía razón.
El segundo encuentro. Tras la publicación de la nota, pasaron dos cosas. Teresa Pacitti recibió un huevo de Pascua gigante con una tarjeta que llevaba la firma Yabrán y un agregado que decía: “El hombre invisible”. El segundo mensaje fue explícito. Abel Cuchietti, interventor del entonces Correo oficial y una de las fuentes de la investigación, sufrió dos atentados. En uno, le rompieron una pierna, en el otro le pusieron una bomba en su casa. Y renunció, claro.
Con el tiempo, el fantasma Yabrán siguió agigantándose. En especial, porque el entonces ministro Domingo Cavallo lo comenzó a vincular con la mafia de los correos y de la Aduana.
En noviembre de 1994, las acusaciones del titular de Economía escandalizaban al país. Yo era editor de la sección Política y un día le propuse al nuevo director de NOTICIAS, Héctor D’Amico, volver sobre el personaje. A través de Argibay Molina solicitamos un encuentro con Yabrán, pero esta vez a grabador abierto y con fotos. Argibay se rió con esa sonrisa estilo patán que siempre tuvo y respondió: “Desde ya te digo que no”.
Cuando le conté la mala nueva a Héctor, me sorprendió con una noticia: “Hay una chance, conozco a un periodista que nos puede hacer un contacto”.


La respuesta llegó al día siguiente, y fue sí. Teníamos que estar a las 5 de la tarde en la esquina de Santiago del Estero y otra calle que ya olvidé. Recuerdo que llegamos antes y nos miramos con Héctor con cara de “qué estamos haciendo acá”. Un auto oscuro abrió sus puertas para que subiéramos. El que manejaba era el colega a quien Héctor D’Amico había contactado: Sergio Villarruel, uno de los periodistas más emblemáticos y respetados de la televisión argentina.
Hasta el juicio por el asesinato de José Luis Cabezas, mantuvimos en reserva el nombre de Villarruel. No sabíamos qué relación tenía exactamente con Yabrán, pero no queríamos que su gestión de buenos oficios lo terminara ensuciando junto a aquel apellido. Villarruel dio varias vueltas por la ciudad de Buenos Aires y se comunicó en tres oportunidades con Alfredo Yabrán para contarle nuestra ubicación. Hicimos en dos horas un viaje de 40 minutos.
Cuando estábamos estacionando frente a la mansión que tantas veces habíamos fotografiado, lo vimos salir a nuestro encuentro. Con una sonrisa enorme y un “bienvenidos”, Yabrán nos hizo pasar a una casa de huéspedes que se encuentra dentro del perímetro amurallado. Fue la segunda vez que lo veía y la primera que atravesaba esos ladrillos rojos. Le dije que era una suerte que no nos recibiera con disparos, como había sucedido tres años antes. Él dijo no acordarse del tema y nos invitó con su mate enorme y plateado. Preferimos café.
“Un tiro en la cabeza”. Convencerlo de encender el grabador nos costó media hora. Convencerlo de dejarse fotografiar fue imposible. “Sacarme una foto a mí es como pegarme un tiro en la cabeza”, nos dijo mientras se llevaba un dedo a la sien.
Esta vez se lo notaba menos nervioso que en el encuentro de 1991, pero con el mismo esfuerzo por mostrarse como un hombre común y abierto al diálogo. Negó cada una de las acusaciones y ser responsable de los atentados con bombas, disparos y golpes contra sus competidores. “La violencia y los robos son un problema general que también afecta a nuestra empresa”, se lamentaba, y nosotros no sabíamos si quería parecer preocupado o irónico. Aceptó vínculos con los políticos más importantes del país, pero prefirió no mencionarlos por “respeto a la privacidad”. A diferencia de la vez anterior, la conspiración que mencionó en su contra había crecido considerablemente. Ahora señalaría que detrás de la avanzada de Cavallo estaba Federal Express y la embajada de los Estados Unidos. Y reveló que había mantenido varios encuentros con el ministro y una cena en el restaurante “Blue, Blanc, Rouge”.
Contó con lujo de detalles la historia oficial de su despegue económico y cómo había pasado de empleado de Burroghs a dueño de OCASA, el correo fundado por la familia Juncadella. Sus explicaciones nunca cerraban del todo, pero era un buen narrador y resultaba interesante tener su versión y escuchar sus obsesiones, como su enfermizo bajo perfil y su instintiva desconfianza. Nos contó que antes de quedarse con OCASA se hizo pasar por cadete: “Era el que servía café, quería ver desde adentro cómo funcionaba. Recién a los seis meses les dije quién era”.
Después de tantas preguntas molestas sobre empresas y testaferros, y a la enésima vez que nos dijo que no al pedido de fotos, el clima de la reunión comenzó a enrarecerse. A Héctor se le ocurrió que un chiste no vendría mal para distender y le contó la historia de un supuesto empresario llamado Abraham Yosser, que al morir fue enterrado por su esposa bajo una placa en mármol esculpida con el nombre Juan Gómez. Cuando le preguntaron a la viuda por qué lo hacía, ella respondió: “Es que mi marido nunca quiso tener nada a su nombre”.
Yabrán se puso serio de golpe, dijo “buen chiste”, nos acompañó a la salida y nos deseó suerte.
En la redacción nos esperaban con cierta ansiedad. El reportaje salió el 27 de noviembre de 1994 con un textual como título: “Esta vez gana Cavallo”. En lugar de una foto nueva debimos ilustrar con un dibujo de Pablo Temes, ayudado por una de las fotografías viejas de Yabrán más algunas indicaciones nuestras a partir del rostro que acabábamos de ver. Se parecía bastante.
El tercer y último. El tercer encuentro tuvo lugar poco después. La cita volvió a ser en el chalet de huéspedes de su residencia y tuvo el mismo intermediario. Yabrán no cambió su negativa a un reportaje formal. Sólo que a esas alturas ya estaba un poco cansado de tanta insistencia y no se preocupaba por parecer cordial: “Ni los servicios de Inteligencia tienen una foto mía. Gracias a eso puedo andar por la calle. No van a ser ustedes los que me convenzan de lo contrario”.
Nos fuimos con las manos vacías e iba a ser imposible volver a verlo. Sucedió que en el primer minuto del año ‘95, el fotógrafo de NOTICIAS Patricio Haimovich lo fotografió mientras miraba los fuegos artificiales sobre la playa de Pinamar.
Al día siguiente, D’Amico recibió el llamado de alguien que quería hablarle de parte de Yabrán. Se citaron en el bar que estaba debajo de la redacción y escuchó:
– Ustedes le hicieron fotos a Yabrán...
– También había otros fotógrafos–, intentó suavizar Héctor.
– Mentira, estaban ustedes solos. Viajaban en un auto con esta patente (le acercó un papel con el número) y tuvieron un pequeño choque unas cuadras antes.
– Bueno... lo del choque no lo sabía.
– Escuchá, Héctor, Alfredo dice que sería una locura publicar esa foto y que vos sabés qué tenés que hacer con ella.
Sí, D’Amico sabía lo que tenía que hacer: publicarla. No hubo nuevos encuentros. La imagen pública de Yabrán no dejó de empeorar. Meses después, en agosto del ‘95, NOTICIAS demostraría los vínculos del empresario con Menem y aportaba más información sobre la red económica de alguien que, como el chiste, no quería tener nada a su nombre. Las fotos que le tomó José Luis Cabezas en el verano siguiente paseando por las playas de Pinamar, terminaron de exponerlo públicamente y de sellar el odio hacia esta revista.
El principio del fin. Entre el primero y el último Yabrán que vimos transcurrieron sólo tres años, pero en su espíritu parecía que habían pasado muchos más. No podía entender cómo había saltado de la impunidad y el anonimato, a la exposición y el escarnio público. Si él consideraba, como le dijo alguna vez a Clarín, que “el poder es impunidad”, habrá entendido que los novedosos límites para su impunidad representaban en realidad un límite a su poder.
El primer Yabrán se notaba nervioso por la extrañeza de tener que darle explicaciones a periodistas, pero también estaba fascinado por contar cómo había pasado de vender helados con un carrito fabricado por él en Larroque, a ser un hombre exitoso.
Al tercer Yabrán ya se le habían nublado la sonrisa y su mirada. Creo que intuía un futuro negro, repleto de los heridos que fue dejando en el camino a medida que acumulaba dinero. Era uno de los empresarios más ricos y poderosos del país, pero en ese momento, mientras tomábamos café en su casa, era un hombre que trasuntaba debilidad y hasta cierta desesperación: “Me encantaría que alguien tan obstinado como vos trabajara conmigo”, tanteó con D’Amico de testigo.
Sin dudas, su futuro fue trágico.
El nuestro también.


Revista "Noticias", 24 de Mayo de 2008.-

¿SERA CIERTO?

"En los últimos días, los medios de comunicación nos han mostrado que nuestro país sufre la presencia de organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico. Los recientes asesinatos de corte mafioso en General Rodríguez y dentro de un shopping, como el hallazgo en la zona de Maschwitz de laboratorios clandestinos dedicados a la fabricación de drogas sintéticas, muestran esta triste realidad.
El crimen organizado amenaza la paz y la seguridad de las naciones. Por lo tanto, su tratamiento supera ampliamente las medidas que pueda adoptar el gobierno de la provincia de Buenos Aires en el tema. La única forma de enfrentar la criminalidad internacional -que muchas veces se entrelaza con el poder político y financiero- es mediante políticas de Estado nacionales, que se adapten a los patrones globales diseñados por los organismos multilaterales, tales como el Banco Mundial, la OEA y las Naciones Unidas.
Los delitos transnacionales, como el narcotráfico, lavado de dinero, terrorismo, piratería, tráfico de armas, delitos de lesa humanidad, genocidio, corrupción y fraude corporativo, entre otros, contienen un carácter económico, social y de perspectiva supranacional que dificulta su persecución y condena.
Su poder económico, técnico y de lobby suele ser su garantía de impunidad. Tanto es así que muy rara vez se termina condenando al jefe máximo de la organización.
Pedro R. David nos dice que "el delito transnacional, ejecutado por organizaciones delictivas de alcance global, de enorme poderío económico y técnico, generador de corrupción y destrucción de formas legítimas de convivencia, constituye sin duda la amenaza más grave a la paz mundial en el presente, sin excluir, desde luego, los flagelos de la marginalidad en la que casi tres cuartas partes de la humanidad está inserta".
En este contexto, cabe preguntarse qué hace nuestro país para evitar el avance y la penetración de este fenómeno, característico de la sociedad global y postindustrial del siglo XXI.
Entre las bondades, se puede resaltar la ratificación por ley de numerosos tratados internacionales sobre la materia y la implementación de un estricto régimen antilavado de dinero y financiamiento del terrorismo.
Sin embargo, lo hecho hasta aquí parece no ser suficiente. Muchas de las normas creadas son "letra muerta"; sancionadas al solo efecto de satisfacer la presión internacional. A continuación, algunos ejemplos que lo prueban:
En 1989, fuimos el primer país de América en incorporar el delito de lavado proveniente del narcotráfico; sin embargo, a la fecha tan sólo contamos con una única condena y por un caso insignificante. En el camino quedaron las grandes investigaciones de los años 90 contra el cartel de Medellín, de Colombia y el de Juárez, de México.
Nada cambió con el nuevo régimen antilavado, que impuso la ley 25.246, en el año 2000. No se logró aún ni un solo procesamiento firme.
Se impuso el deber de reportar "operaciones sospechosas" a la Unidad de Información Financiera (UIF), organismo creado con facultad para aplicar multas a quien incumpla tal obligación; sin embargo, a la fecha nadie fue sancionado.
Para colmo, en junio de 2005 se modificó por ley (en tiempo récord y sin debate) la integración de la UIF, que pasó a manos de un presidente, designado y removido por voluntad única del PEN, es decir, pasó a manos del poder de turno.
El lavado de dinero se tipificó como una forma de encubrimiento, y no como figura autónoma; dificultándose así su aplicación práctica y contradiciendo la tendencia internacional.
De acuerdo con los informes de Transparencia Internacional, la Argentina está entre los países más corruptos del mundo, con un puntaje que nunca superó el 3,5 puntos, en una escala del 1 al 10.
Los organismos internacionales han solicitado con urgencia la implementación de mayores controles en zonas sensibles, como la Triple Frontera. Nada sustancial parece haberse hecho hasta ahora.
Una reciente auditoría del Banco Mundial sobre los tribunales de nuestro país demuestra que los procesos penales por delitos de corrupción y narcotráfico tienen una duración promedio superior a los diez años; arriba a condena firme menos del 4% de las causas iniciadas.
La lista de observaciones puede continuar. Sin embargo, lo expuesto es suficiente para comprender, por qué razón los carteles del narcotráfico pueden haber elegido la Argentina como base de su desarrollo. Hay que fortalecer las instituciones del Estado; no queda otra. Todavía estamos a tiempo; sólo falta que la dirigencia reaccione."
El autor (Dr. Roberto Durrieu) es Abogado; escribió Lavado de dinero en la Argentina, premiado por la Interamerican Bar Association.

"DIGAMOS BASTA", y "CORTENLA".....¿es lo mismo?



Según el abogado Alejandro Carrió:


"Los argentinos no creemos en la igualdad ante la ley"


Diario La Naciòn, Miércoles 20 de agosto de 2008 Publicado en edición impresa

Por Laura Di Marco Para LA NACION



"Los argentinos no creemos realmente en la igualdad ante la ley y no hemos incorporado en nuestra cultura la idea de que una prohibición, por sí sola, es suficiente para dejar de hacer lo que nos está vedado".-


La frase pertenece al abogado Alejandro Carrió, presidente de la Asociación por los Derechos Civiles y profesor de la maestría en Derecho de la Universidad de Palermo.


Carrió acaba de publicar un ensayo, en clave de divulgación ( "Digamos basta", de Editorial Sudamericana), con ejemplos de la vida cotidiana que apuntan a explicar la conflictiva relación de los argentinos con la ley.


Dice, por ejemplo: "Por muchas razones no tenemos incorporado un mecanismo de autorrestricción. La ley no nos dice demasiado y, lo peor, no le dice demasiado al funcionario que debería aplicarla, que, de hecho, está convencido de que las leyes sólo rigen para el común de los mortales, menos para él. En lugar de pelear para cambiar una ley que puede parecernos injusta o que no nos gusta, tendemos a cuestionar su utilidad, pero para evadirla".-


Carrió, de 54 años (no tiene parentesco con la fundadora de ARI), es profesor visitante de las universidades de Luisiana y Siracusa.
Publicó también "Los crímenes del Cóndor", sobre el caso del general chileno Carlos Prats.


Con anécdotas con las que es muy fácil reconocernos como sociedad, este abogado con experiencia en áreas de interés público repasa desde el conflicto con el campo hasta la violación de las bicisendas de Palermo por parte de los automovilistas. Y desde el lanzamiento de las moratorias impositivas, a las que cuestiona ("es como prohibirle algo a tu chico y, a los diez minutos, levantarle la penitencia") hasta la creencia en que sólo un grupo de iluminados será capaz de sacarnos de la situación en la que nos encontramos.


-¿Qué nos está faltando?
-Hacernos cargo de que somos responsables del país que hemos construido y advertir que no existe ninguna conspiración internacional en contra nuestra. Hacernos cargo es, también, pensar que la democracia no es un valor limitado exclusivamente a las elecciones. Nosotros pensamos que vivimos en democracia porque votamos y no hacemos mucho, entre una y otra fecha electoral, para lograr un juego más o menos equitativo de los distintos poderes. Sabemos lo que pasa en el Indec, y aunque eso distorsiona y daña nuestra calidad de vida, no protestamos lo suficiente. Sólo reaccionamos cuando el resultado de esas malas medidas se va de madre, cuando, simplemente, vemos un día que nuestro dinero no está más, que ha desaparecido, como pasó con el corralito. Tampoco nos parece muy grave la autoridad concentrada. Por eso creemos en los "ismos" salvadores. Yo hago mucho hincapié en la cultura populista, de la que está muy impregnada nuestra sociedad, y que tiene que ver con el deseo de que nos digan lo que queremos escuchar. El populismo prende porque nos absuelve de toda responsabilidad. Nos convence de que los malos siempre son los de afuera, que no nos dejan avanzar. Este echar culpas afuera nos estanca como país. Y lo peor es que, como el populismo es autoritario, nunca va a impulsar instituciones fuertes, porque no quiere ser controlado.

-Se supone que la ley, cuando no surge por vía autoritaria, es un pacto de convivencia. Usted pone el ejemplo de cómo nunca se respetó la bicisenda de Palermo, como metáfora argentina de cómo buscar siempre los atajos para burlar la prohibición. ¿Por qué no nos interesa cuidarnos?
-Tiene que ver con el poco respeto que nos tenemos. Si hay algo que me fastidia es cuando alguien pretende ser atendido antes que yo aunque yo haya llegado antes. Hay veces que les digo a los que así actúan: "A ver, dígame: ¿por qué piensa usted que su tiempo vale más que el mío?". Una vez, alguien había tirado un papel a la calle y yo le dije: "Se le cayó un papel". Me respondió, furioso: "No se me cayó; lo tiré". Me dejó totalmente desarmado, porque me miraba como diciendo: ¿por qué te metés? ¿Qué te importa?

-Lo curioso es que, cuando viajamos, las cosas que nos gustan de los países desarrollados son el orden, el respeto por el otro, la legalidad...
-Efectivamente. Yo creo que cuando salimos del país y nos damos cuenta de las ventajas de vivir con reglas nos transformamos en otras personas. No sacamos la cabeza del auto para gritar barbaridades a los demás, respetamos los carriles por los que manejamos, no tiramos basura a la calle. Pero volvemos acá y nos olvidamos de aquello que nos maravilló afuera. Volvemos a demostrar que aquí no hay cultura de que lo público es de todos, porque, claramente, a nadie se le ocurre revolear un helado en el medio del living ni dejarlo sobre el sillón...

-También es cierto que en esos países hay un Estado que protege más a sus ciudadanos y les hace la vida más fácil. ¿Cómo salimos de ese circuito tóxico?
-Hay que invertir mucho en educación y dar buenos ejemplos, que sean visibles. Es necesario que se vea que el funcionario que hizo las cosas mal va preso. Que no sea protegido por el poder o enviado a una embajada, porque eso es lo que crea resentimientos, divisiones y la sensación tan dañina de que hacer las cosas mal no tiene consecuencias. Son años de no tener consecuencias negativas por el incumplimiento de las leyes y de la palabra empeñada. Eso nos hace no creíbles, y de esta sustancia está impregnado cualquier conflicto. Miremos el conflicto del campo: se dijo que cortar rutas es ilegal, lo que es cierto. Pero durante el conflicto por las pasteras la gente cortó rutas y el Estado no instaló la idea de que era ilegal el corte. Por eso la gente debe de haber entendido que cortar rutas estaba bien. Además, respecto de las retenciones, no se les pueden cambiar las reglas de juego a los productores después de que sembraron. La anomia es enloquecedora.

-También es cierto que hay leyes muy duras. Por ejemplo, el caso del IVA al 21 por ciento, que invita a la evasión.
-Claro: por eso digo que la ley es un juego que debemos jugar todos. El ejemplo del IVA es el mejor. Nosotros tenemos el IVA más caro del mundo, por la idea de que los demás impuestos se evaden. Eso genera toda una cultura de facturación en negro, o de no facturación. Porque también es cierto que tenemos una hiperregulación. La burocracia siempre tiene reservado para nosotros algún paso más que desconocemos. Uno quiere hacer un trámite y siempre falta algo. Eso hace que nos parezca lógico buscar un acomodo para sacar un documento de identidad. Lo que no pensamos es que el amiguismo de ese tipo es la antesala de la corrupción, que tanto criticamos. Mejor sería que, si la ley es injusta o abusiva, presionáramos como ciudadanos para cambiarla, que protestáramos en conjunto, pero no que la evadiéramos sin hacer nada. Pensamos que la ley es buena, en general, pero la violamos si no nos gusta o no nos conviene. Y si el gobierno se equivoca, que puede equivocarse, lo que hay que hacer es tomarse el trabajo de hacerlo notar. Eso es construir la República.

-Otro argumento al que apelan los evasores es que no hay transparencia en el control del dinero que aportamos al Estado.
-En eso también somos incongruentes: no queremos pagar impuestos, pero pretendemos hospitales impecables. Otra cosa muy negativa son las moratorias impositivas que hay de tanto en tanto. Es como ponerle una penitencia al hijo y levantársela a los dos minutos. Es necesario que tengamos incorporada la idea de que al que no paga impuestos le va muy mal.

-¿Cuántos empresarios hacen la denuncia cuando son coimeados?
-Ninguno, o muy pocos. Y nadie lo denuncia por temor a quedarse fuera de la próxima licitación... Por eso digo: es un juego que jugamos mal, y en el que errar no tiene consecuencias.


NOTA DE LA REDACCION DE CORTENLA:
¿Me afanò la idea el Profe y Colega?
CHAU