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viernes, 19 de septiembre de 2008

ESE HOMBRE


El jefe de Redacción de NOTICIAS es el periodista que más veces lo entrevistó. A diez años del suicidio del empresario, cuenta por primera vez el detrás de escena de sus tres inquietantes encuentros.


Por Gustavo González


La primera vez que escuché el apellido Yabrán hacía un año que trabajaba como redactor jefe de NOTICIAS. Era septiembre de 1991, la Argentina era convertible y el menemismo proveía cada semana un show de personajes polémicos y fascinantes sobre los cuales escribir.
“¿Por qué no investigamos a Alfredo Yabrán?”, me preguntó Alfredo Gutiérrez, un cronista que hacía pocas semanas había llegado a la redacción. Gutiérrez hoy trabaja en Clarín y es uno de los periodistas parlamentarios más experimentados, pero entonces apenas había tenido un breve paso por el diario El Cronista Comercial. Allí escribió algo sobre ese hombre y ahora insistía con retomar el tema.
Pero quién era Yabrán. Qué tan interesante podía resultar la historia de alguien cuyo apellido nadie conocía. ¿Nadie conocía?
Acepté la propuesta de Gutiérrez porque no tenía nada más interesante entre manos y también por su insistencia: nunca se sabe adónde puede llevar la obstinación de un periodista.
Al día siguiente me entregó un primer informe tan incompleto como desalentador (y yo que me dejé tentar por su obstinación). Apenas mencionaba que Yabrán era dueño de OCASA, una firma de correo y clearing bancario, y que en poco tiempo había logrado cierto posicionamiento en el mercado. El resto eran números del negocio y los nombres de algunos de sus clientes.
– ¿Y dónde está lo interesante?–, le pregunté desilusionado a Gutiérrez.
– Lo interesante es lo que no escribí ahí.
Lo que sabía y no escribió era poco, pero sonó tentador. Me lo dijo así: “Cómo puede ser que a un tipo casi desconocido le tengan miedo tantas personas con tanto poder: funcionarios, legisladores, militares y obispos; y que sus competidores lo odien pero ninguno se atreva a hablar de él”.
O sea: no sabíamos nada del tal Yabrán. Ni siquiera teníamos una triste denuncia anónima. La única información cierta era demasiado incierta, pero resultaba suficiente para comenzar: algo importante debía esconderse detrás de tanto temor.
Lo que no supimos entonces fue que ese miedo pronto lo sentiríamos nosotros también.
Los primeros disparos. Tres días y veinte llamadas después confirmaríamos las presunciones: silencio y pánico generalizado. En las oficinas de la calle Carlos Pellegrini, sede de OCASA, atendían con evasivas varias, desde que “el señor Alfredo no viene por acá”, hasta “no sé de quién me está hablando”. Los archivos de los medios tampoco aportaban demasiado. La nota de Gutiérrez en El Cronista y algunos apuntes aislados sobre OCASA, ninguno de los cuales mencionaba a Yabrán. Ni hablar de una foto suya.
Al terminar la primera semana de precarios resultados, me encontré frente al dilema de seguir gastando tiempo y recursos para averiguar sobre ese hombre, o cerrar la investigación hasta que la actualidad nos proveyera de información concreta sobre él.
Decidimos darnos una semana más e incorporar a la investigación a otro joven cronista, Fernando Amato. Le pedí que fuera a OCASA y que averiguara adónde vivía Yabrán. Gutiérrez y un fotógrafo viajaron a Entre Ríos para bucear en los orígenes familiares. Y yo me dediqué a recorrer los pasillos de la Casa Rosada y del Congreso en busca de una pista salvadora.
Por fin, los resultados pronto empezarían a aparecer. Y no serían tranquilizadores.
Amato descubrió que en el mismo edificio de OCASA había otras empresas que incluían en su directorio a las mismas personas que aparecían en la única firma reconocida por Yabrán. Y también halló su casa. No era una casa más. Era una de las mansiones más impresionantes de la Argentina, ubicada en la localidad bonaerense de Acassuso sobre un terreno amurallado de más de 16.000 m2. Costaba 8 millones de dólares. Torres con garitas de vigilancia se levantaban sobre todo el perímetro. Y hombres de civil armados espiaban hacia afuera como si esperaran la llegada de un ejército invasor.
Pero ese día, el que llegó a sus puertas fue un minipelotón integrado por Amato y el fotógrafo Marcelo Lombardi. Iban armados con un grabador y una cámara, sin otro poder de fuego que el que se pudiera sanar con un par de explicaciones. Amato tocó el timbre una vez, dos. A la tercera, apareció un custodio que le gritó que se fuera. El cronista insistió en que sólo quería hablar con el dueño de casa o con algún vocero que lo pudiera atender. Lo atendieron desde una de las garitas, con varios disparos. La escena parecía extraída de los años negros de la última dictadura, pero era 1991 y Amato no alcanzaba a entender lo que pasaba. Recién lo comprendió cuando una de las balas le pasó muy cerca de donde nacen las ideas, y se fue corriendo con su compañero. No paró hasta la comisaría del barrio. Allí descubrió que para aquellos policías Yabrán era simplemente “don Alfredo” y que ninguna denuncia en su contra iba a prosperar.
Desde Larroque, provincia de Entre Ríos, Gutiérrez me contaba que a Yabrán en su pueblo natal le decían “Papá Noel”, porque algunos fines de año se había aparecido con regalos para todos. Y nadie estaba muy dispuesto a contarle a un periodista la historia de aquel hijo pródigo.
Por mi parte, fui encontrando funcionarios y legisladores que habían tenido relación con él. Eran alfonsinistas y menemistas. Los primeros, por haberlo tratado durante la presidencia de Raúl Alfonsín. Los segundos, por conocerlo de negocios recientes. Uno de ellos me dijo: “Les aconsejo que tengan cuidado con ese hombre, yo lo conocí bien, aunque hace tiempo que no lo veo”. Más que una amenaza, me pareció una sincera recomendación.
Los primeros avances. Antes de que le contara en qué gastábamos tantos recursos de la editorial, la entonces directora de NOTICIAS, Teresa Pacitti, me atajó un día: “¿Quién es ese Yabrán? Me están llamando de todos lados para frenar una nota que no sabía que existía”. Le expliqué de qué se trataba, y reaccionó igual que yo: “Si despierta tanto miedo, me parece bien averiguar por qué. Sigan”.
Con el paso de los días, la madeja comenzaba a desenredarse. Aparecían las primeras víctimas empresarias de ese hombre, que denunciaban aprietes físicos para convencerlos de que le vendieran sus firmas. Poco a poco se fue desentrañando la arquitectura financiera que demostraba que el dueño de OCASA también era dueño de muchas más empresas, y que tenía contactos históricos con las Fuerzas Armadas y con el poder político.
En el Congreso, aparecieron tres pedidos de informes oportunamente cajoneados que pedían respuestas sobre la empresa que controlaba los depósitos del aeropuerto de Ezeiza, sobre lavado de dólares, contrabando y tráfico de drogas. En los tres pedidos se repetía el apellido Yabrán. Sin embargo –extraño en estos casos–, los tres legisladores que hicieron los pedidos se mostraron reacios a hablar. Uno de esos diputados era el liberal Federico Zamora, que lo explicó sin vueltas: “Un tipo que se hizo pasar por periodista entró en mi despacho y dijo que me cuidara, porque todos los que se metieron con ese hombre habían sufrido algún accidente”.
Dos semanas después de iniciada la investigación, entró en escena el estudio de abogados Fontán Balestra. Nos hizo saber que desde ese momento se encargarían de “los asuntos penales que pudieran tener como damnificado a Yabrán”, en un curioso juego de anticipación jurídica. Los numerosos encuentros con uno de esos abogados, Pablo Argibay Molina, eran tan retorcidos como desopilantes. Entre tanto clima enrarecido, su estilo amigable y campechano aportaba una cuota tranquilizadora de racionalidad. Pero después de horas de preguntas y repreguntas, cuando veía que en nuestra investigación se iban sumando las evidencias sobre lo que empezaba a revelarse como un imperio económico manejado por un fantasma, bajaba la guardia: “Dale, déjense de jorobar”.
La historia comenzaba a cerrar. A través de testaferros o en forma directa, fuimos descubriendo que Alfredo Yabrán era dueño de, al menos, una veintena de empresas vinculadas a áreas tan disímiles como agricultura, ganadería, transporte de mercadería, depósitos fiscales, seguridad, free shop, correo privado, inmobiliaria y clearing bancario. También supimos que entre su ejército privado se contaban algunos de los peores represores de la dictadura, como Adolfo Donda Tigel, tío de la actual legisladora kirchnerista hija de desaparecidos.
La directora de la revista había optado por no responder más los llamados de los supuestos intermediarios. Antes, el líder del radicalismo parlamentario, César Jaroslavsy, alcanzó a explicarle su inquietud y la del propio ex presidente Alfonsín. Un vocero informal de la Iglesia católica llamó para transmitir el agradecimiento de la cúpula eclesiástica hacia “un buen samaritano” llamado “don Alfredo”. Los funcionarios menemistas, primero festejaban (“Va a quedar pegado todo el radicalismo”), hasta que las informaciones los empezaron a salpicar a ellos también.
Por fin, una tarde me llamó Argibay Molina con una novedad inquietante: “Yabrán quiere verte”. Cuando fui a avisarle a Teresa Pacitti, vi que era ella la que venía hacia mí: “Me llamó el diputado radical Roberto Sanmartino diciendo que Yabrán quiere verme”. Eramos dos.
El primer encuentro. Al igual que los siguientes, la primera fue una cita a ciegas. Sanmartino nos pasó a buscar por la redacción. Mientras salíamos, le preguntamos adónde íbamos. “Cerca”, nos respondió tajante cuando subíamos a un auto que lo esperaba estacionado. En el camino, le preguntamos qué hacía un legislador haciendo de intermediario de un empresario. “Lo conozco de Córdoba”, explicó, como si la sola mención de esa provincia alcanzara para revelar el misterio.
Diez minutos después ingresamos en un edificio de la calle Venezuela, a metros de Entre Ríos, en el barrio de Congreso. Tras caminar por un pasillo con imágenes religiosas colgadas de la pared, nos encontramos con un hombre canoso sentado delante de una bandera del Vaticano. Era Alfredo Enrique Nallib Yabrán y tenía 47 años.
A la distancia, se puede decir que había algo gracioso en la situación. Teresa y yo exudábamos tanta curiosidad como temor. Pero a él se lo veía casi tan temeroso como nosotros. Quería ser simpático, pero era cortante cada vez que le reclamamos por un reportaje abierto con fotos incluidas.
Sin grabador, empezamos a preguntar sobre todo. Él sonreía y contestaba, pero cada vez se lo veía más molesto, incómodo, era la primera vez que tenía que responder por su vida, su crecimiento económico y sus contactos con el poder político. Se mostraba como un empresario mediano que ganaba 4 millones de dólares “limpios” por año y que estaba en la mira de intereses más fuertes que él, desde el menemismo hasta internas de la Fuerza Aérea.
Si no fuera que nuestra investigación nos indicaba lo contrario, su sonrisa y sus modos amables daban ganas de creerle. Nos acompañó hasta la salida y nos despidió con una última sonrisa: “Y olvídense de conseguir una foto mía, ni el Estado la tiene”.
En el viaje de regreso a NOTICIAS, casi no hablamos. Nos costaba asumir que habíamos visto a uno de los hombres más enigmáticos de la Argentina oculta. Y mucho más, que lo habíamos hecho en dependencias que la Iglesia aún posee y llevados allí por un legislador argentino. Antes de entrar en la redacción, Teresa me dijo: “Gustavo, yo ya había estado en ese lugar, ahí le hice una entrevista al cardenal Raúl Primatesta. No lo puedo creer”.
Lo único que faltaba era contarle a los lectores lo que sabíamos y, lo que parecía más difícil, mostrarles la cara de ese hombre.
Las primeras fotos. Como si la película necesitara que todos los cabos sueltos comenzaran a cerrarse hacia el final, un día me llamó Gutiérrez con la emoción que suelen tener los periodistas obstinados cuando logran su objetivo: “Tengo todo, todo, su historia familiar, sus comienzos, los campos que tiene por acá, todo… y unas fotos espectaculares de cuando se recibió a los 17 y de cuando volvió hace unos años a festejar con sus ex compañeros”.
Había pasado casi un mes desde que escuché por primera vez el apellido de ese hombre desconocido. Y ahora me parecía imposible que los medios no informaran una palabra sobre su poder económico, su influencia política y las sospechas de un crecimiento patrimonial hecho a fuerza de aprietes y sobornos. En ese mes, nos cruzamos con colegas que aseguraban que en sus redacciones estaba prohibido mencionarlo. No era una prohibición explícita, sólo que por algún motivo las notas que llevaban su apellido jamás prosperaban.
Finalmente, la investigación salió publicada en la edición del 13 de octubre de 1991. Además de los tres periodistas y del fotógrafo Lombardi, intervinieron los fotógrafos Eduardo Lerke, Carlos Remón e Ignacio Corvalán. Le pedí a Teresa que nuestra larga investigación fuera la tapa de ese número, pero ella no quiso: “Todavía no es un personaje conocido. Pero ya lo va a ser”. Tenía razón.
El segundo encuentro. Tras la publicación de la nota, pasaron dos cosas. Teresa Pacitti recibió un huevo de Pascua gigante con una tarjeta que llevaba la firma Yabrán y un agregado que decía: “El hombre invisible”. El segundo mensaje fue explícito. Abel Cuchietti, interventor del entonces Correo oficial y una de las fuentes de la investigación, sufrió dos atentados. En uno, le rompieron una pierna, en el otro le pusieron una bomba en su casa. Y renunció, claro.
Con el tiempo, el fantasma Yabrán siguió agigantándose. En especial, porque el entonces ministro Domingo Cavallo lo comenzó a vincular con la mafia de los correos y de la Aduana.
En noviembre de 1994, las acusaciones del titular de Economía escandalizaban al país. Yo era editor de la sección Política y un día le propuse al nuevo director de NOTICIAS, Héctor D’Amico, volver sobre el personaje. A través de Argibay Molina solicitamos un encuentro con Yabrán, pero esta vez a grabador abierto y con fotos. Argibay se rió con esa sonrisa estilo patán que siempre tuvo y respondió: “Desde ya te digo que no”.
Cuando le conté la mala nueva a Héctor, me sorprendió con una noticia: “Hay una chance, conozco a un periodista que nos puede hacer un contacto”.


La respuesta llegó al día siguiente, y fue sí. Teníamos que estar a las 5 de la tarde en la esquina de Santiago del Estero y otra calle que ya olvidé. Recuerdo que llegamos antes y nos miramos con Héctor con cara de “qué estamos haciendo acá”. Un auto oscuro abrió sus puertas para que subiéramos. El que manejaba era el colega a quien Héctor D’Amico había contactado: Sergio Villarruel, uno de los periodistas más emblemáticos y respetados de la televisión argentina.
Hasta el juicio por el asesinato de José Luis Cabezas, mantuvimos en reserva el nombre de Villarruel. No sabíamos qué relación tenía exactamente con Yabrán, pero no queríamos que su gestión de buenos oficios lo terminara ensuciando junto a aquel apellido. Villarruel dio varias vueltas por la ciudad de Buenos Aires y se comunicó en tres oportunidades con Alfredo Yabrán para contarle nuestra ubicación. Hicimos en dos horas un viaje de 40 minutos.
Cuando estábamos estacionando frente a la mansión que tantas veces habíamos fotografiado, lo vimos salir a nuestro encuentro. Con una sonrisa enorme y un “bienvenidos”, Yabrán nos hizo pasar a una casa de huéspedes que se encuentra dentro del perímetro amurallado. Fue la segunda vez que lo veía y la primera que atravesaba esos ladrillos rojos. Le dije que era una suerte que no nos recibiera con disparos, como había sucedido tres años antes. Él dijo no acordarse del tema y nos invitó con su mate enorme y plateado. Preferimos café.
“Un tiro en la cabeza”. Convencerlo de encender el grabador nos costó media hora. Convencerlo de dejarse fotografiar fue imposible. “Sacarme una foto a mí es como pegarme un tiro en la cabeza”, nos dijo mientras se llevaba un dedo a la sien.
Esta vez se lo notaba menos nervioso que en el encuentro de 1991, pero con el mismo esfuerzo por mostrarse como un hombre común y abierto al diálogo. Negó cada una de las acusaciones y ser responsable de los atentados con bombas, disparos y golpes contra sus competidores. “La violencia y los robos son un problema general que también afecta a nuestra empresa”, se lamentaba, y nosotros no sabíamos si quería parecer preocupado o irónico. Aceptó vínculos con los políticos más importantes del país, pero prefirió no mencionarlos por “respeto a la privacidad”. A diferencia de la vez anterior, la conspiración que mencionó en su contra había crecido considerablemente. Ahora señalaría que detrás de la avanzada de Cavallo estaba Federal Express y la embajada de los Estados Unidos. Y reveló que había mantenido varios encuentros con el ministro y una cena en el restaurante “Blue, Blanc, Rouge”.
Contó con lujo de detalles la historia oficial de su despegue económico y cómo había pasado de empleado de Burroghs a dueño de OCASA, el correo fundado por la familia Juncadella. Sus explicaciones nunca cerraban del todo, pero era un buen narrador y resultaba interesante tener su versión y escuchar sus obsesiones, como su enfermizo bajo perfil y su instintiva desconfianza. Nos contó que antes de quedarse con OCASA se hizo pasar por cadete: “Era el que servía café, quería ver desde adentro cómo funcionaba. Recién a los seis meses les dije quién era”.
Después de tantas preguntas molestas sobre empresas y testaferros, y a la enésima vez que nos dijo que no al pedido de fotos, el clima de la reunión comenzó a enrarecerse. A Héctor se le ocurrió que un chiste no vendría mal para distender y le contó la historia de un supuesto empresario llamado Abraham Yosser, que al morir fue enterrado por su esposa bajo una placa en mármol esculpida con el nombre Juan Gómez. Cuando le preguntaron a la viuda por qué lo hacía, ella respondió: “Es que mi marido nunca quiso tener nada a su nombre”.
Yabrán se puso serio de golpe, dijo “buen chiste”, nos acompañó a la salida y nos deseó suerte.
En la redacción nos esperaban con cierta ansiedad. El reportaje salió el 27 de noviembre de 1994 con un textual como título: “Esta vez gana Cavallo”. En lugar de una foto nueva debimos ilustrar con un dibujo de Pablo Temes, ayudado por una de las fotografías viejas de Yabrán más algunas indicaciones nuestras a partir del rostro que acabábamos de ver. Se parecía bastante.
El tercer y último. El tercer encuentro tuvo lugar poco después. La cita volvió a ser en el chalet de huéspedes de su residencia y tuvo el mismo intermediario. Yabrán no cambió su negativa a un reportaje formal. Sólo que a esas alturas ya estaba un poco cansado de tanta insistencia y no se preocupaba por parecer cordial: “Ni los servicios de Inteligencia tienen una foto mía. Gracias a eso puedo andar por la calle. No van a ser ustedes los que me convenzan de lo contrario”.
Nos fuimos con las manos vacías e iba a ser imposible volver a verlo. Sucedió que en el primer minuto del año ‘95, el fotógrafo de NOTICIAS Patricio Haimovich lo fotografió mientras miraba los fuegos artificiales sobre la playa de Pinamar.
Al día siguiente, D’Amico recibió el llamado de alguien que quería hablarle de parte de Yabrán. Se citaron en el bar que estaba debajo de la redacción y escuchó:
– Ustedes le hicieron fotos a Yabrán...
– También había otros fotógrafos–, intentó suavizar Héctor.
– Mentira, estaban ustedes solos. Viajaban en un auto con esta patente (le acercó un papel con el número) y tuvieron un pequeño choque unas cuadras antes.
– Bueno... lo del choque no lo sabía.
– Escuchá, Héctor, Alfredo dice que sería una locura publicar esa foto y que vos sabés qué tenés que hacer con ella.
Sí, D’Amico sabía lo que tenía que hacer: publicarla. No hubo nuevos encuentros. La imagen pública de Yabrán no dejó de empeorar. Meses después, en agosto del ‘95, NOTICIAS demostraría los vínculos del empresario con Menem y aportaba más información sobre la red económica de alguien que, como el chiste, no quería tener nada a su nombre. Las fotos que le tomó José Luis Cabezas en el verano siguiente paseando por las playas de Pinamar, terminaron de exponerlo públicamente y de sellar el odio hacia esta revista.
El principio del fin. Entre el primero y el último Yabrán que vimos transcurrieron sólo tres años, pero en su espíritu parecía que habían pasado muchos más. No podía entender cómo había saltado de la impunidad y el anonimato, a la exposición y el escarnio público. Si él consideraba, como le dijo alguna vez a Clarín, que “el poder es impunidad”, habrá entendido que los novedosos límites para su impunidad representaban en realidad un límite a su poder.
El primer Yabrán se notaba nervioso por la extrañeza de tener que darle explicaciones a periodistas, pero también estaba fascinado por contar cómo había pasado de vender helados con un carrito fabricado por él en Larroque, a ser un hombre exitoso.
Al tercer Yabrán ya se le habían nublado la sonrisa y su mirada. Creo que intuía un futuro negro, repleto de los heridos que fue dejando en el camino a medida que acumulaba dinero. Era uno de los empresarios más ricos y poderosos del país, pero en ese momento, mientras tomábamos café en su casa, era un hombre que trasuntaba debilidad y hasta cierta desesperación: “Me encantaría que alguien tan obstinado como vos trabajara conmigo”, tanteó con D’Amico de testigo.
Sin dudas, su futuro fue trágico.
El nuestro también.


Revista "Noticias", 24 de Mayo de 2008.-

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